Archivo mensual: noviembre 2013

Waiter is coming

   No soy muy ducho en inglés, pero no me he equivocado. Conozco el significado del término waiter, como conozco también la palabra winter. Y sí, también conozco el origen seriado de esa sentencia escrita en lenguaje anglosajón: Winter is coming. Sé de los Stark, a pesar de no ser un follower. Aclarado el no error lo que sigue, por tanto, no es más que un absurdo juego de palabras para justificar una sensación profesional. Expondré mis argumentos para tratar de explicar el porqué de esa combinación que, a simple vista, quizá resulte graciosa para algunos, lastimera para otros. Yo sigo dándole vueltas para ver en cuál me encajo. Es lo bonito de escribir-te. Allá vamos.

El futuro en esta Región, como en

otras, es ese sector terciario

   Verán. Los que solo me conocen este lado digital y este perfil 2.0 (o 3.0, que esto avanza demasiado rápido) creerán, quizá, que en el bagaje profesional que acumulo en mi mochila solo (vean que voy aprendiendo y desacostumbrando mi escritura a ese solo sin acentuar) me he dedicado a tirar líneas, sumar párrafos y dar opiniones que a pocos importan. Pero no, en realidad no. En verdad mi trabajo no ha sido solo (vean, lean) hacer de tira líneas cual palomero futbolero. Mi perfil profesional va algo más allá. De hecho, de forma muy breve les comentaré que comencé vendiendo periódicos y artículos de playa en el típico quiosco que se encuentran cuando, en julio o agosto, acuden a esa llamada arenosa para broncear su piel y mostrar sus carnes. En el quiosco, llamémosle Emilio, solo aguanté un mes, a pesar de tener contrato para dos. A mis 17 años de inexperiencia juré no volver a trabajar por 2 euros  y medio la hora. Un año después vendría mi gran paso profesional: zapatos, pajarita y pantalón negro, camisa y chaqueta blanca. Eso en cuanto al vestuario. Lito, «galidón», batea, rango y «pincear». Eso en cuanto al léxico. Obsérvese que las palabras entrecomilladas no tienen registro en el diccionario de la RAE. Al margen de ese detalle, sí, acababa de aterrizar en el mundo de la hostelería. Y más concretamente lo que, televisiva y absurdamente, se acabó en llamar el mundo BBC. Llegué como casi todos los que entonces llegábamos a ese trabajo de fin de semana: sacar lo suficiente para mis gastos universitarios. Compaginar mis estudios con el oficio de camarero. En mi mente de estudiante de periodismo, obviamente, no cabía entonces la posibilidad de dedicarme a la hostelería el resto de mi vida. Aunque no sea un trabajo que me disguste, tampoco es para el que me he formado invirtiendo tiempo (5 años de licenciatura más 1 de máster) y dinero (calculen a una media de 1.300 euros el año de matrícula).  9 años después de empezar a trabajar como camarero de fin de semana decidí dejarlo. Llámenme irresponsable, pero para entonces ya acumulaba cinco años de experiencia como periodista y trabajaba de lunes a viernes. Y se puede decir que hasta tuve suerte (en comparación con algunos compañeros) porque pude comer del trabajo periodístico. Incluso empecé a trabajar de plumilla meses antes antes de terminar la carrera.

periodista-camarero

   Perdonen que les machaque con este capazo de letras, pero creo importante el contexto para explicar lo siguiente: Hoy, tras 6 años de experiencia periodística y 13 meses después de haber quedado en el dique seco por un ERE criminal, he vuelto al oficio. Sí, al de camarero. Y, por favor, que no suene lastimero, tampoco alegre. No es en nada algo que me degrade en lo personal. Busquen, como quieran o puedan, un tono neutro de interpretación  y lectura de esa frase: «He vuelto a ser camarero». Waiter is coming. Lo hago, como lo hacía antes, de fin de semana. Aunque los compañeros de ahora no son los de antes. Ya no me encuentro estudiantes, ahora sirvo mesas junto a ingenieros, administrativos, informáticos, recepcionistas, educadores sociales… Y así, hasta completar un amplio catálogo de profesiones que poco o nada tienen que ver con la hostelería. Por cierto, que si antes cobrabas X euros a la hora, ahora cobras X-2 euros. Y resuelvan ustedes la resta, porque a mí me da la risa cuando un Ministro de la hacienda suya y mía dice que los sueldos no han bajado, han moderado su crecimiento (seguramente su -sobre-sueldo, señor Ministro). E insisto: el de camarero, como el de  periodista, es un oficio que merece todo respeto. Para tirar cañas, como para tirar líneas, uno debe saber lo que se hace. Eso, o tener padrino. Lo que me preocupa a medio y largo plazo es que el de waiter se acabe convirtiendo en un oficio definitivo. Un trabajo para toda la vida. Aunque más que preocupación creo que el verdadero sentimiento es miedo. Porqué no decirlo. Ya digo, escribir-te como terapia. Y repito: no vean un tono lastimero y de regocijo en la mierda en este post. No intento eso (si eso pinta, seré un muy mal comunicador). Intento ir más allá. Al hecho en sí de cómo hemos llegado a esto: Profesionales muy bien preparados que acabarán sirviendo tapas el resto de sus días. Yo solo (otra vez ese solo huérfano de acento) pongo las preguntas sobre la mesa. Ya saben, soy periodista: Intento buscar respuestas. Pero quizá convenga ya plantarnos, y plantearnos las razones y el porqué. La actualidad me da la razón, aquí o aquí. Prueben, en éste último enlace, a buscar empleo en la pestaña ‘Turismo y hostelería’, comprobarán la cantidad de ofertas disponibles. El futuro, en esta Región como en otras, es ese sector terciario (acuérdense de cuando estudiábamos en el cole), el de los servicios. Y en el caso de los periodistas, como en otros, es difícil asimilar que el callo que antes marcabas entre los dedos pulgar, índice y corazón cambiará ahora por un callo en toda la extensión de tu mano. De tira líneas, a tira cañas. De escribir-te, a servir-te. Waiter is coming.

–** Crédito imagen, ‘El periodista y el camarero’.

–** Mira el cortometraje ‘El periodista y el camarero’ en youtube.

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Descenso

   Ocurre a veces. Ocurre que la vecina a la que a menudo oyes enfadarse y luego gemir, o al revés (da igual el orden porque esa suma da a su vez otra operación en forma de multiplicación: convivencia por conveniencia), coincide contigo en el ascensor. Te subes a ese fantástico aparato eléctrico para descender a la planicie. Tú, que vives (o más exactamente, sobrevives) en un cuarto piso de un edificio del extrarradio. Tú, que sobrevives en las alturas, y de vez en cuando bajas para tocar con tus pies el suelo raso de tu existencia. Desciendes, es curioso, para no perderte en el abismo voladizo que planea esa cuarta altura. Sucede que en el transcurso de ese viaje en ascensor hablas con tu vecina cincuentona del tiempo, del calor que hace en la calle, de la que se os viene encima este verano. De territorios comunes. Ocurre que os despedís, como si tal cosa, en la puerta de entrada al edificio sin saber que vuestros caminos discurrirán paralelos durante los próximos treinta y cinco minutos. Tú, caminas tranquilo, fumando un cigarrillo, revisando tu móvil cada cierto tiempo, disfrutando de cada pisada sobre la losa. Ella, también tranquila, acordándose aún de que hubo un tiempo en que el movimiento de sus caderas te provocó cierto deseo. Por eso, piensas para ti, también ella camina tranquila, bamboleándose a sus cincuenta y tantos años, y mirándote de tanto en tanto de refilón. Camináis, insisto, en paralelo, pero por aceras distintas. El uno enfrente del otro.

   Ocurre que durante ese trayecto hacia alguna parte que ya has iniciado te cruzas con aquella chica del Instituto a la que te intentaste ligar con poca maña. Entonces, como ahora, eras un mal estratega. Y eso siempre te pasó factura. Intentas mirarla de frente, pero hay algo que te lo impide. No sabes el qué, pero lo hay. Quizá la vergüenza de recordarte derrotado, como ahora. La esquivas, aunque no del todo. Tratas de comprobar si de algún modo ella te ha reconocido. Y no. Ni te ha reconocido ni apenas te ha dedicado una milésima de segundo cuando os habéis cruzado. Sus ojos marrones, acuosos y perfectamente perfilados, no se han detenido en ti.

   Sucede que al continuar tu camino y llegar a la altura de una Iglesia ves como salen todos, en tropel, de celebrar la eucaristía. Estás escuchando cómo suenan las campanas al mismo tiempo que ves cómo los feligreses charlan animadamente, alegres, en paz, con su conciencia tranquila. Y mientras oyes y ves esa escena te preguntas por qué tú no tienes nada que celebrar. Tratas de repasar mentalmente en qué te has equivocado para haber confundido (con intención, o sin ella) la parroquia. Y, como siempre, no encuentras el porqué. Otra pregunta sin resolver que se te acumula en la cuenta.

Descenso Cristina Gutierrez

   Entretanto tu vecina sigue ahí. Caminando en paralelo a ti por la otra acera. Mirándote de reojo, cada cierto tiempo, para acompasar sus pasos con los tuyos.

   Y así, sumando pisadas, llegas a la vía más transitada de la ciudad. Esa vía que todo el mundo en la capital conoce. El vial (ese medicamento urbano) en el que a menudo practicas forzado un deporte llamado ir de compras. Y es ahí cuando decides iniciar tu macabro juego: contar a los sin techo que te vas cruzando. Uno, dos, tres, cuatro (ésta con su hijo), cinco, seis, siete, ocho (éste con su perro), nueve, diez… Así, hasta que decides dejar de contar. La estadística va a ser tan elevada que mejor dejarlo aquí, cuando apenas llevas media vía recorrida. Para ti, no como para otros, son personas, no números. Por eso decides dejarlo, desesperado. Es demasiado duro para un día como éste. Quizá en otro paseo decidas terminar tu juego. El de hoy –recuerdas cuál era tu objetivo al salir de casa- pretendía ser un paseo tranquilo hasta alcanzar el lugar para la cita. Ese territorio común. Bajar de esa cuarta altura para tocar la superficie asfáltica. Lo recuerdas y te sonríes: Asfalto es una palabra que siempre te ha hecho gracia. Asfáltico es aún más divertido.

   Sucede entonces que, sumido en el sumidero de tus pensamientos, has llegado ya hasta tu punto de encuentro. Casi sin darte cuenta estás en el centro de la ciudad. Tres cigarrillos, dos tuits, y treinta y cinco minutos después estás ahí. Igual que tu vecina cincuentona, rubia tintada, bamboleante. Ella también ha llegado a su cita. La diferencia es que a ella la están esperando. Su marido le levanta la mano en un gesto cómplice de avistamiento de pareja. Tu vecina se acerca en actitud coqueta al marido, que también es lógicamente tu vecino. Lo besa. Te mira. Lo vuelve a besar. Esta vez no te mira. Le da la mano y se la aprieta fuerte. Se despide de ti a su modo. Como sólo lo sabe hacer una mujer cincuentona, bamboleante, extrovertida. Ambos se giran y entran en una galería comercial.

   Y ahí te quedas tú, solo, esperando a tu cita. Has completado el camino junto a tu vecina. Pero ella se va primero. Se va, como se va de casa cada vez que se pelea a gritos con el marido, tu vecino. Aunque luego vuelve, y esas noches son las de más gemidos. Y otra vez se repite la multiplicación: convivencia por conveniencia. Ocurre en ese momento que enciendes el cuarto cigarrillo de un paseo ya finalizado. Miras el móvil. Retuiteas sin pensarlo mucho un tuit de contenido político. Miras tu reloj, aunque no te impacientas. Esta vez te sientes seguro. Cinco minutos después aparece ella. Camina con la cabeza baja, el bolso apretado bien fuerte contra su costado, abriéndose paso entre los distintos grupos de gente. Al llegar hasta ti es ella la que te besa en la mejilla. Pero eres tú el que se arranca con las primeras palabras:

–    Por favor, vamos a un bar. Tengo algo que contarte.

–** Fotografía de Cristina Gutierrez, del Colectivo Errante.

–** Relato incluido en Manifiesto Azul 14. Lee el fanzine aquí.

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Es el momento de leer

   No es un momento cualquiera. Tampoco el más ni el menos importante del día. Es, simplemente, un momento más en las rutinas de diario. En algunos casos (o, más bien, en algunas casas) incluso llega a alcanzar el estatus de el momento. Es mi caso, no pretendo engañar a nadie. Este post está escrito desde la experiencia. En una rotunda primera persona. Nada de terceros. Desde la barriga, vamos. Y ahí voy, al estómago, a la barriga. Y al intelecto, al cerebro. Piénsenlo bien, les guste o no, lo quiera o no eso que llaman convención social, estamos interconectados en un perfecto recorrido corporal que va desde el dedo meñique de su pie hasta su corteza craneal. A ver, sino, porque creen que muchas veces decimos que escribimos con el estómago… Esa frase tiene su razón de ser: existe con una base estomacal. Por cierto, una recomendación antes de seguir leyendo: tiquismiquis y señoritos o señoritas que no hacen caca, absténgase. Porque este post va a la línea de flotación del asunto (y que cada uno construya su propia imagen mental).

   Pero vayamos al grano. Creo que merece la pena detenerse en lo que a continuación les propongo: Lecturas para el baño. Para el que conoceremos, desde ahora, como el momento (reconozco que siempre he sido fiel seguidor de la corriente comunicativa Special K). Pretendo ofrecerles un recomendable abanico de posibilidades para que, si lo estiman oportuno, lo valoren y se dejen llevar por estas sugerencias en sus próximos momentos. Para ello, claro, es vital una condición: debe usted pertenecer a ese grupo de personas que lee mientras está en el momento; no en todos, porque depende de las prisas que uno lleve, pero sí en la mayoría. De lo contrario, este post pierde todo su sentido. En mi opinión, los textos que les voy a recomendar deberían ser leídos exclusivamente en esos momentos. Adquieren otra dimensión, como libro, y su contenido no es igual fuera o dentro del pequeño (o gran) cuarto de baño en el que lo lean. Escribo plenamente consciente de lo que digo. La experiencia, ya saben. Por cierto, este texto que leen no pretende ser en nada metafórico. No relacionen aquí el hecho de el momento  con la idea de que el libro o cómic sea más o menos bueno. Por decirlo a las claras y en modo vulgo, los libros no son una mierda. Todo lo contrario de hecho. Partan (como está partido su trasero) de la base de que todas las lecturas que les recomendaré son, en mi humilde opinión, buenas.

   Llevaré a cabo esta clasificación por orden cronológico de lectura, esto es, comenzaré por las primeras obras que fueron deglutidas tiempo atrás a la vez que execraba lo sobrante de mi organismo, para acabar con las últimas que he leído.

   Por suerte empecé hace años en esto de la lectura durante el momento de la mano de un clásico con el que, me consta, muchos otros también se han iniciado: los tebeos de Mortadelo y Filemón, magistralmente escritos y dibujados por Francisco Ibáñez. Cualquiera de sus episodios es una delicia. Desde el actual ‘Por Isis, llegó la crisis’ hasta el más antiguo ‘Mundial 98’. Yo, eso sí, opté siempre por la condensación de historietas en la serie de libros conocidos como ‘Super Humor’. Libros que –lo digo con el pecho henchido y el estómago relajado- han pasado a mi siguiente generación. También del mismo autor nos valen, aunque con menor intensidad y trascendencia, los tebeos de Super López o 13 Rue del percebe. De éste último tengo en proceso un análisis por casillas (viviendas) que quizá algún día me atreva a publicar. Zipi y Zape o Carpanta, de José Escobar, también son un referente de esta temática. Y luego ya si quieren algo más naíf y concienzudo -porque son de apretarse las sienes, o lo que sea que aprieten-  tienen las historias de Tintín, de Georges Prosper Remi (Hergé). O las viñetas ácidas, acertadas y salpicadas de crítica de El Roto, en su compendio Camarón que se duerme (se lo lleva la corriente). Tengo además uno en estado de espera (un libro, digo): Todo Makoki, de Gallardo & Mediavilla. Eso en cuanto a galería gráfica.

   De lecturas más de actualidad –por llamarlas de algún modo-, es obvio que no les abriré los ojos con la opción del periódico del día. La más utilizada desde tiempos primitivos, y no solo porque el diario se utilizara de papel higiénico. He de confesar que pocas, muy pocas veces, acudo a esta opción. Demasiado sucio todo. Sí peco más veces con la revista dominical XL Semanal, o con las páginas de Empresa del diario ABC,  o las de cultura del suplemento Ababol de La Verdad. También en los últimos tiempos se ha colado en mi WC ese compendio de modernismo que es Jot Down Magazine: Artículos sesudos para una lectura concentrada.

   Pero vayamos ya con lo puramente literario. Mi breve y aleatoria selección de recomendaciones con libros leídos durante el momento. Apenas media docena. Imaginen -si lo estiman oportuno- a un tipo de 29 años con un perfecto funcionamiento de su tracto digestivo, y calculen el promedio de obras ingeridas: imposible nombrarlas todas. Pero aquí va, como digo, una pequeña selección a la que añadiré -por título- una micro sinopsis.

   – Memorias de un señorito, de Darío Fernández-Flórez. El libro tiene su historia. No la temática, ni su contenido, que es bastante simple (las memorias narradas de un señorito antes de que estalle la guerra civil española), sino el propio libro como elemento físico. Lo encontré en un basurero de La Torre de la Horadada cuando regresaba a casa junto a un gran amigo después de una juerga. Eso fue el 25 de agosto de 2002. Lo sé porque lo anoté a bolígrafo en la primera hoja. Con esas notas, imposible no tener un buen recuerdo de esta obra.

   – El nuevo periodismo, de Tom Wolfe. Libro dividido en dos partes. La primera de ellas hace una aproximación teórica y metafórica al fenómeno literario del nuevo periodismo: «Chicago, 1928, y todo lo que eso significaba… Reporteros borrachos huidos de los pupitres del ‘News’ meando en el río al amanecer», llega a escribir Wolfe en las primeras páginas de esta obra. La segunda parte es una colección de relatos refugiados bajo el paraguas estilístico del nuevo periodismo, en la que encontramos textos no solo de Tom Wolfe, también de Norman Mailer o Rex Reed, entre otros.

   – Película virgen (cuentos perversos), de Jordi Sierra i Fabra. Colección de 22 relatos breves en los que el escritor barcelonés se acerca a una realidad dura: la que soportan a diario miles de niños de todo el mundo. Pero no de este que juega en primera división, del tercero, del conocido mediática y colectivamente como tercer mundo. Esos niños soldado, esos niños con hambre, o esos niños marcados para siempre con el estigma del refugiado.

 – Los cínicos no sirven para este oficio, de Ryszard Kapuscinski (prueben a escribir el nombre de este periodista sin revisarlo 3 veces). Podrán leer aquí un texto que es, en realidad, una conversación permanente del periodista polaco con varios interlocutores distintos acerca de los intestinos del periodismo: sobre su ética y sus técnicas. Su espacio y su marco moral. Un libro de periodismo, destinado a periodistas y a quienes quieran acercarse a este oficio denostado.

   – Les voy a contar, de José Bono. Se trata del diario de a bordo de este político que ha pasado por todas las capas posibles de la administración pública. Es el primer tomo de sus memorias, y en él habla de sus contactos con todo tipo de gentes (especialmente del ámbito político, aunque no solo) entre 1992 y 1997. El libro resulta entretenido y sirve, en algún momento puntual, para conocer la cara b de ciertos personajes públicos con los que Bono se cruza en esa etapa.

   – Trastornos literarios, de Flavia Company. 135 microrrelatos que no resultan nada del otro mundo, pero cuyo telón de fondo es ciertamente curioso y atractivo. Y es que la autora divide esas historias en tres formatos: textos de ficción basados en una figura retórica, otros textos basados en una frase hecha tomada en sentido literal, y por último están los textos construidos a partir de un titular publicado en prensa.

   Y termino. Coincidirá el lector en reconocer conmigo que este post quizá merecía otro título. Como la revista El jueves’ (también digna de aparecer en este tributo a la lectura durante el momento) he descartado algunos titulares de portada. Lo hice por higiene literaria. O por higiene periodística. O por vergüenza personal, ya no lo sé. Lo cierto es que no quiero que queden en el olvido y, si han sido valientes y han llegado hasta aquí, es hora de nombrar a los descartes: «A veces libros, a veces heces» y «Kaka de luxe». Solo usted, lector, podrá decir si le parecen apropiados o no. Queda, pues, en su mano (sí, la misma que utiliza durante el momento).

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