Esta entrada no pretende ser una guía de recomendaciones sobre lo que pueden o no pueden visitar en Bruselas. De hecho lo que quiero retratar aquí a golpe de sumar vocales y consonantes no es más que un paisaje veraniego de la ciudad, un chequeo urbano muy elemental, básico y en absoluto radiográfico. Pintar también, por qué no, un paisaje de sentimientos y sensaciones encontradas en esta ciudad, corazón –dicen- del europeísmo. Vivir treinta días aquí no creo que dé para mucho más, pero sí para componer con letras (y alguna fotografía) apenas una imagen panorámica de verano, sin entrar en detalles.
«Bruselas es una ciudad con mucha diversidad tanto por su historia como por su cultura, con su carácter cosmopolita y sus diferentes barriadas, donde uno puede escuchar todas las lenguas que son fronterizas en Bélgica. Es, en resumen, una ciudad rica precisamente por su melting pot y en la que, en general, no parece importar mucho el clima. No, al menos, si tenemos en cuenta que la ciudad, en su interior, está siempre en ebullición constante. Además, he podido constatar que Bruselas es una ciudad mucho más tranquila que París, con un ritmo más relajado, donde siempre hay una cerveza esperándote. La forma de trabajar es totalmente diferente a Francia, en un ambiente mucho más pausado y donde todo resulta muy cómodo. Para terminar tengo que decir que he sido extremadamente bien recibido por todos mis compañeros y me he llevado una sorpresa muy agradable por la hospitalidad y la amabilidad que han tenido conmigo. Estoy encantado de vivir en Bruselas: una vida nueva acaba de comenzar.» Alexandre Therond, 31 años. Vive en Bruselas desde hace un mes.
Bruselas es para una parte importante de sus habitantes una ciudad puente, una ciudad de paso, una villa en la que la permanencia tiene fecha de caducidad, y eso se nota en las rutinas del día a día, esa sensación de estar de paso flota constantemente en el ambiente bruselense. Haber llegado aquí en verano tiene una ventaja enorme: ver el sol casi todos los días. Con cuantos he hablado desde mi llegada a la ciudad europea (belgas, franceses, ingleses y españoles en su mayoría) me han advertido: no te quedes aquí más allá de septiembre, no verás la luz en semanas. La ciudad, dicen, se queda suspendida en una especie de sombra invernal eterna, el semblante de la gente cambia, y el humor se tinta de color gris oscuro. Lo cierto es que sin sol y con lluvia la ciudad puede resultar ligeramente triste. Pero cierto es también que cuando las nubes se van y sale el sol el paisaje cambia radicalmente. Como un acto reflejo la ciudad entera se echa a la calle y lo más frecuente es encontrar la mayoría de plazas de la ciudad atiborradas de gente bebiendo cerveza hasta bien entrada la madrugada. Lugares como la Plaza Flagey, donde los días de calor puede verse otra situación curiosa: decenas de niños jugando con los potentes chorros de agua que, a intervalos, salen desde el suelo en una zona de la plaza. Un divertimento muy gracioso de contemplar porque los padres se lo toman como si llevaran a sus retoños a pasar el día a la piscina: pantalones de recambio, merienda, mochilas, artículos de playa… Toda la parafernalia de un día típico de playa, pero en mitad de la ciudad. Muy cerca de Flagey, apenas a 15 minutos subiendo desde la Chaussée de Ixelles, se encuentra el barrio africano del Matongé. La zona, obviamente, está repleta de comercios, restaurantes y habitantes africanos, la mayoría de ellos congoleños (venidos de la ex colonia belga), y en ella se pueden comprar todo tipo de productos de alimentación del continente negro, también pelucas, muchas pelucas. Quizá eso sea lo más curioso: ver tiendas enormes dedicadas exclusivamente a vender pelucas. Matongé cuenta también con su propia galería comercial. Pasear tranquilamente por ella es, de algún modo, como entrar en un centro comercial africano. Variopinto, desordenado, colorido y ruidoso a partes iguales.
Si seguimos de ruta por la Commune de Ixelles (Bruselas es, en realidad, una suma de 19 municipios en la que cada commune tiene autonomía propia) podemos llegar hasta Porte de Namur o Louise. Lugar para el shopping y sin mucho más que destacar. Pero Bruselas es más, mucho más que hacer unas compras de moda.
«No elegí marcharme de España, me echaron, por lo menos esa fue mi sensación, y todavía la tengo. Me fui enfadada con el país. Y aquí estaba Bruselas esperándome, o no, pero estaba. Gris y húmeda, negra a veces, pero casi siempre gris, porque aquí las noches no son negras, siempre hay nubes, no ves las estrellas, no se ve la luna… Bruselas tiene sus cosas que yo vivo como un regalo, como la magia de ir a clase de francés y encontrarte con quince nacionalidades diferentes. Esta ciudad te acoge como inmigrante, pero es duro. Capital de Europa y reina de las incongruencias, a veces me da la sensación de que, para algunas cosas, el tiempo se detuvo en los años sesenta en esta ciudad gris. Pero te acostumbras, y te repites que allá no hay nada, y lo corroboras con las noticias que llegan, e intentas adaptarte a las normas de este país, y empiezas a ver lo bueno de sacar la basura dos veces por semana, comer frits con moules, que no es otra cosa que mejillones con patatas fritas, o vivir en una casa compartida con cinco personas más.» Ana Patiño, 33 años. Vive en Bruselas desde hace año y medio.
Bruselas es, por ejemplo, un crisol de músicas, una mixtura asincrónica pero perfecta en la que, sin ir más lejos, uno puede escribir este post a intervalos escuchando muy de fondo la música de Asaf Avidan, CocoRosie o Rodrigo y Gabriela. O descubrir grupos de jazz como Big Noise, con los que bailar contagiado de alegría hasta las tantas de la noche gracias al festival gratuito Brosella, celebrado en el parque de Osseghem y en un marco especial: en mitad del bosque, a apenas 10 minutos andando del archiconocido Atomium (edificio que recuerda el esplendor bruselense de la exposición universal de 1958), y en medio de un ambiente en el que familias enteras con sus niños se entremezclan perfectamente con festivaleros profesionales.
Otro pulmón verde fácilmente reconocible en mitad de la ciudad es el parque del Cincuentenario. Un jardín enorme y precioso en el que podrán ver en uno de sus extremos un gran arco conmemorativo, detrás del cual se encuentra la entrada a una exposición de coches de todas las épocas, pero también el museo militar. Éste último si les gustan las armas de todo tipo y los trasuntos bélicos es un prodigio. Pero lo más recomendable de todo es que suban a la última planta del edificio y salgan al exterior para contemplar una panorámica aérea de la ciudad. La entrada principal a ese parque está muy próxima a la barriada de Schuman, el conocido como barrio europeo porque allí están la mayor parte de los edificios comunitarios. Si se detienen en su parada de metro (líneas 1 y 5) verán desfilar por allí decenas de hombres con traje de chaqueta y mujeres con pantalones o falda larga. Poco más que añadir para ilustrar la seriedad y la poca alegría presentes en esta zona.
«Bruxelles, ma belle….
Bruselas, o la amas o la odias o unos días la amas y otros la odias. La ciudad del contraste, del absurdo, del desastre… pero también de la alegría, el desenfado, la diversidad. Gris, fría, mojada, impersonal, esta fue mi primera impresión de la ciudad. No es un lugar fácil, se parece a una chica estrecha que intenta esconder sus habilidades o tesoros hasta que la persona interesada se los gane. Sí, eso es, Bruselas se hace la estrecha. Pero en cuanto consigues entrar en su mundo, cuando ella te abre las puertas y conoces todos sus secretos quedaras encantado para siempre. Los habitantes de la ciudad se dividen en unas cuantas tribus urbanas, las que mas frecuento yo, funcionarios europeos y bohemios de todos los tipos, aquí llamados bobós, que viene a ser traducido al español un hippie con pasta. También está la tribu de los becarios, que es bastante inmensa, la de los currantes de ONG´s con experiencia ya en el terreno pero retornados a trabajar en la base, entre muchas otras más… Toda esta gente conforma un verdadero meltin pot que, a mis ojos, llena de color la ciudad, de variedad, de riqueza. Un abanico de culturas del que es difícil escapar. En Bruselas, el mismo día puedes comprar en Turquía, cortarte el pelo en Marruecos, comer unas sardinas portuguesas, una buena birra trapista por la tarde, unas alitas de pollo en el Congo o una paellaca española en los «amigos de Aragón». A mi, Bruselas, me has ofrecido tanto que indudablemente siempre formaras parte de mí, allí donde esté me habrás ayudado a escribir mi historia. Bruxelles, ma belle…» Inés España, 32 años. Vive en Bruselas desde hace 7 años y medio.
Bruselas, lo decíamos antes, es una ciudad que muchos consideran de paso. Aunque otros muchos foráneos la han hecho ya suya. Ejemplos hay por cualquier barriada y de todo tipo. Uno algo más singular puede ser el de Saint-Gilles, una zona plagada de estudiantes y en la que hay una fuerte presencia de españoles y portugueses que viven allí. Son tantos los inmigrantes de ambos países que incluso en una de las iglesias más importantes de la zona el párroco da sus misas en estos dos idiomas además del francés. Pero más que por lo católico, Saint-Gilles es un bendito paraíso por las fachadas de muchos de sus edificios en los que se puede ver una gran muestra de art nouveau, o por poder tomarse una cerveza tranquilamente en el parvis de Saint-Gilles.
La ciudad guarda también -ya hemos nombrado antes algún caso- su espacio para la naturaleza y el bosque. Ejemplos encontramos, entre otros, el Forêt de Soignes, casi a las afueras y con unos tranquilos lagos en los que resulta obligado recrear durante largo rato la vista, o el más popular de la Bois de la Cambre, donde resulta bastante fácil perderse (con intención o sin ella) pero también encontrarse debido a la vasta extensión de bosque. Extensión vasta como la de este reportaje, que ya debería ir finalizando.
Bruselas es, como cualquier otra ciudad que no es la tuya, el escenario perfecto para echar la vista atrás y reflexionar sobre el microrrelato de tu vida. La distancia necesaria para encontrar, si buscas entre suciedad y bolsas de basura tiradas en mitad de la calle, nuevas ilusiones. Una excusa, también, para escribir otro capítulo más de esa novela siempre inacabada que se llama experiencia. Echar de menos, y echar de más mientras te cuelas en el tranvía y vuelves a sentirte de pronto un adolescente. Una salida de emergencia por la que escapar sin que el comandante haya dado aviso de un peligro inminente. Un motivo para la felicidad y la tristeza, aunque siempre como complemento circunstancial de lugar. Bruselas es, quizá como las bicicletas, solo para el verano.
-** Galería fotográfica en Facebook.
Agradecimientos:
– Ana Patiño, Alexandre Therond, Inés España y Marta Patiño.